el Hombre y su Perro

 

Héctor Ciapuscio (RIO NEGRO ON LINE)

Cuando un desastrado Ulises puso los pies de nuevo en la tierra de Ítaca culminando un retorno de Troya pleno de aventuras y monstruos -desde Circe a Polifemo, desde las Sirenas a las Vacas del Sol- el primer ser viviente que lo reconoció fue el perro del que era amo veinte años atrás cuando había debido partir para la guerra. Levantando un poco la cabeza, el animal postrado en el estiércol y cubierto de garrapatas lo halagó moviendo la cola mientras el héroe al verlo así y recibir su saludo enjugó una lágrima. El viejo "Argos", como si hubiese estado esperando sólo ese reencuentro para morir, se entregó a la Parca. Este episodio de "La Odisea" es, entre los muchos que nos dan los libros, un primer ejemplo de la relación emocional del ser humano con un perro. En la modernidad tenemos el caso de Schopenhauer, un pensador conocido como el mayor misántropo que registre la filosofía y quien, a pesar de sus fobias, rescató esa especie como un espejo del afecto y la expresividad. El filósofo gruñón tenía un especial rinconcito para la ternura. Despreciaba a sus compatriotas alemanes pero amaba al perro, el único real amigo, para él, de los humanos. Lo distinguía sobre todos los demás animales por su rasgo singular, "ese movimiento tan benévolo, tan expresivo, tan cariñoso, de batir la cola". ¡Qué contraste, escribió, la de esa manera de saludar con las horribles reverencias, besos y arrumacos que cambian los hombres en señal de cortesía! "Mi perro es transparente como el cristal. Si no hubiera perros, no querría vivir". Viniendo a nuestra propia literatura, recordamos que en "Allá lejos y hace tiempo" Guillermo Hudson narró sus años de encantos en la pampa argentina y en particular su infancia cuando tuvo a César, un ovejero "superior a todos los perros de la casa" por inteligente, corajudo y útil. El animal murió viejo de 13 años y fue enterrado en una ceremonia, inolvidable para el niño, en la que su preceptor despidió al animal diciendo: "Éste es el término. Cada perro tiene su día y así lo tiene cada hombre, y el epílogo resulta igual para ambos. Moriremos también como César. Nos pondrán bajo tierra y la tierra caerá a paladas sobre nosotros". Estas frases taladraron el corazón del niño, lo despertaron de su sueño de continua alegría. Sabía que existía la muerte, que los ladrones y asesinos mataban y morían, pero "creía que todos los demás, yo y los míos, éramos buenos y no habríamos de morir". Su madre, la Biblia y la oración le devolverían la paz. En "Los libros que nunca he escrito" de George Steiner hay un capítulo donde el autor analiza relaciones humanas con el perro. Recuerda cosas como el amor absoluto de Wagner por su Terranova (con el que pidió ser enterrado) y la increíble historia de Hitler llorando en el infierno del búnker cuando hubo que sacrificar a Blondie, su perra alsaciana. Pero va más allá de las anécdotas. Sostiene que el amor de una persona por un animal puede igualar y hasta superar cualquier otro. Queremos creer que los animales son capaces de desarrollar modalidades de afecto hacia nosotros, que pueden "amar" en reciprocidad de nuestro cariño. Para muchos es un perro el que encarna la devoción total a un ser humano. (Los gatos, dicen, son otro reino; nos miran con ironía e indiferencia.) A un perro se lo puede querer con toda nuestra fuerza. Se intuye que este animal posee tal vez una dignidad, una lealtad, una resistencia al sufrimiento y la injusticia que no tienen sino unos pocos hombres y mujeres. Y está el hecho de que querer así a un animal tiene quizá como contrapartida algún visceral aunque no declarado desprecio por la inhumanidad del hombre, por su bestialidad. Y está también el hecho de que hay muchos que quieren a su perro más que a los seres humanos. Raras veces se reconoce esta verdad. Y, por cierto, cuando nuestro perro muere nuestra existencia se quiebra, la casa se queda vacía, como sin alma. La manta, el cuenco que ha dejado, resultan insoportables. Este tema de la muerte de perros viejos en el libro de Steiner nos trae a una nota reciente de Mario Bunge que refiere la vida de Timber (1), un ovejero australiano de su familia que tuvo que ser sometido a eutanasia luego de una vida de buen pastor y no pocas hazañas. La nota en "La Nación" refiere que ese perro vivió trece años, tan feliz como útil, y que tuvo a su muerte el final piadoso, la paz en brazos de amigos que merecía. Bunge insinúa posibles analogías con su retrato del perro. Dice que el ovejero jamás ladró en vano, ni rengueó de mentira, ni mordió sin razón ni hizo perradas. Termina su nota: "Ladrido más, ladrido menos, lo que cuenta en la vida es lo que hemos disfrutado y el bien que hemos hecho a los de nuestra majada. Ésta era la ética del pastor Timber. Yo la comparto. ¡Guau!". Héctor Ciapuscio es Doctor en Filosofía.