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Poesia Y Política
Blog de RicardoLuis Plaul
17 de Mayo, 2010    política

El imperio del consumo


Eduardo Galeano: 

http://www.nodo50.org/ciencia_popular/

La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas
las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un
viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La
parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal
parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura
de consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora
de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el
borracho
despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que
debe pagar.

La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el
mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más
abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la
vez necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las
materias primas y
de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a
todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la
fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos esta aventura
comienza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se
endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para
pagar deudas que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías
que a veces
materializa delinquiendo.

El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de
todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización
no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los
invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que
crezcan más rápido. En las fábricas de huevos, las gallinas también
tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por
la ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es
muy bueno para
la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica. EEUU
consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas
que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogas
prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se
tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la
población mundial.
«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el
barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora
cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre
pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés
nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y
otro comprueba, en
la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos
trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven sudando
la gota gorda para pagar las cuotas».

Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la
rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en
escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de
consumo. Esta dictadura de la uniformización obligatoria es más
devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el
mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como
fotocopias del consumidor
ejemplar.

El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que
confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena
alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última
década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población
joven de los países más desarrollados. Entre los niños
norteamericanos, la obesidad
aumentó en un 40% en los últimos dieciséis años, según la
investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la
Universidad de Colorado.

El país que inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los
alimentos fat free, tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El
consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para
mirar televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas
diarias devorando comida de plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está
conquistando los paladares del mundo y está haciendo trizas las
tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que
vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de
refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna
manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos.
Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la
vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la
imposición del saber químico y único: la globalización de la
hamburguesa, la dictadura de la fast food. La plastificación de la
comida en escala mundial, obra de McDonald's, Burger King y otras
fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la
cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus
puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras
cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-
Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald's no puede
faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de
McDonald's dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los
adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M sirvió de
estandarte, durante la reciente conquista de los países del Este de
Europa. Las colas ante el McDonald's de Moscú, inaugurado en 1990 con
bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta
elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín. Un signo de los
tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo libre, niega
a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato.
McDonald's viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos
países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que
la empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un
restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98,
otros empleados de
McDonald's, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa
conquista, digna de la Guía Guinness.

Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la
publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera
entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite.
En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han
duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada
vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va
haciendo tiempo de consumo
obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no
tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra.
Comprado a plazos, ese animalito prueba la vocación democrática del
progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos
conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres
y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual
banco ofrece.

Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos
contra la soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician,
acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el
amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad
el más lucrativo de
los mercados. Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de
cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar:
ellas también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos
para atravesar las aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren
las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te
eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no
informa sobre el
producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función
primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías:
¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar?

El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle
no son solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la
ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide
decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he
escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier
televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero
produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de
especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil
años de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron
los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial
se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina
tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores
ciudades del
mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de
exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden
los suburbios. Ellos creen que Dios está en todas partes, pero por
experiencia saben que atiende en las grandes urbes. Las ciudades
prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los
campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en
las ciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo
primero que descubren los recién llegados es que el trabajo falta y
los brazos sobran, que nada es gratis y que los más caros artículos de
lujo son el aire y el silencio.

Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en
Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían
«porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse.
Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con
la realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se
encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a
relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas?

El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de
televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías
en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones
de autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran espacios de
encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios de
exhibición comercial. El shopping center, o shopping mall, vidriera de
todas las vidrieras,
impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en
peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo. La
mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus
bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría compradora se somete al
bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El gentío, que sube y
baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes
visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y
para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los
pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas
bendiciones de la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las
marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la
estatua del prócer en la plaza.

Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios
suburbanos acuden al center, al shopping center, como antes acudían al
centro. El tradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad,
tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos.
Lavados y planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los
visitantes vienen a una
fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias
enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el
universo del consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un
paisaje alucinante de modelos, marcas y etiquetas.

La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso
mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al
servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un
parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que
lo único que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas
para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia
y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz:
ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador
es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppings centers,
reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad.
Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin
día y sin memoria, y existen fuera del
espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del
mundo.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una
mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de
nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y
las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al
mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos
obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta a
unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar
el universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que
tienen la manija simulan ignorarlo, pero
cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de
la gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar
la existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia
social no es un error a corregir, ni un defecto a superar: es una
necesidad esencial.
No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center del tamaño
del planeta.
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publicado por ricardolplaul a las 16:36 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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