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Poesia Y Política
Blog de RicardoLuis Plaul
17 de Febrero, 2011    política

Democracia Torturada


Henry A. Giroux
Truthout

El siguiente ensayo es un resumen del prefacio del libro de Henry Giroux âHearts
of Darkness: Torturing Children in the War on Terrorâ [âCorazones tenebrosos:
Torturando a los niños en la guerra contra el terrorâ] -Paradigm Publishers
2010-. Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

Desde que empezó el siglo XXI, estamos viviendo un período histórico en el cual
Estados Unidos ha ido renunciando a sus más tenues proclamas democráticas. Las
estructuras a través de las cuales la democracia reconoce a otros seres humanos
como merecedores de respeto, dignidad y derechos humanos se han sacrificado en
aras de un modo de hacer política y cultura que devino sencillamente en una
extensión de la guerra, tanto dentro como fuera del país. Sin embargo a nivel
interno, y muy mal concebido, el Estado punitivo ha ido sustituyendo cada vez
más al Estado del bienestar, a la vez que una cantidad de individuos y grupos
cada vez más numerosos son ahora considerados poblaciones desechables, no
merecedoras de esas redes de seguridad y protecciones básicas que proporcionan
las condiciones para vivir con un sentido de seguridad y dignidad. En función de
esas valoraciones, los apoyos sociales básicos se vieron reemplazados por una
construcción acelerada de prisiones, por la expansión de un sistema de justicia
penal en la vida diaria y por una erosión cada vez mayor de las libertades
civiles fundamentales. Las responsabilidades compartidas dieron paso a los
temores compartidos, y la única distinción que parecía resonar en el ámbito de
la cultura era entre amigos y patriotas, por un lado, y disidentes y enemigos,
por otro. La violencia de Estado no sólo se convirtió en algo aceptable, sino
que se normalizó, a la vez que el gobierno se dedicaba a espiar a sus
ciudadanos, a suspender el derecho al habeas corpus, a sancionar la brutalidad
policial contra quienes cuestionaban el poder del Estado, a confiar en el
privilegio de imponer secretos de Estado para ocultar sus crímenes y, asimismo,
fue reduciendo cada vez más las esferas públicas diseñadas para proteger a los
niños en los centros y almacenes encargados de modelarles después de salir de
las prisiones. El miedo alteró el paisaje de los derechos y valores
democráticos, a la vez que insensibilizaba a una población que estaba más que
dispuesta a mirar hacia otro lado mientras se deshumanizaba, encarcelaba
o sencillamente desechaba a grandes segmentos de población. Podemos contemplar
cada día las trágicas consecuencias de todo eso a la vez que los medios de
comunicación van informando de un sinfín de historias trágicas de gentes
decentes que pierden sus hogares; de más y más jóvenes encarcelados; y de las
cifras cada vez mayores de seres que se ven obligados a vivir en sus coches, en
la calle o en ciudades de tiendas de campaña. El New York Times ofrece una
historia en primera página sobre los jóvenes que tienen que abandonar sus
familias asoladas por la recesión para vivir en la calle, sobreviviendo a menudo
a costa de vender sus propios cuerpos. Y en los medios dominantes va surgiendo
alguna que otra noticia sobre los indecibles horrores infligidos a niños
torturados en nuestras âcámaras de la muerteâ de Iraq, Cuba y Afganistán. Pero
el pueblo estadounidense apenas pestañea.

La administración Bush se dedicó a erosionar aún más una cultura inspirada en
valores democráticos, sustituyéndola por una cultura de la guerra y una cultura
de la ilegalidad dedicada a experimentar con un sistema de detenciones
extrajudiciales utilizado para crear cámaras de tortura en Bagram, Kandahar y la
Bahía de Guantánamo. Desde 2001, el lenguaje y la sombra fantasmal de la guerra
lo envolvieron todo, no sólo liquidando la distinción entre guerra y paz sino
poniendo en juego una pedagogía pública por la cual cada aspecto de la cultura
quedaba ensombrecido a base de ideales, valores y conocimientos militarizados.
Desde los videojuegos a las películas de Hollywood, apoyados o producidos por el
Departamento de Estado, hasta la continua militarización de la educación pública
y superior, se subordinó la noción de bien común a la metafísica militar, a los
valores bélicos y a los dictados del Estado de seguridad nacional. La guerra
ganó un nuevo estatus bajo la administración Bush, pasando de ser una opción de
último recurso a un instrumento fundamental de la diplomacia en la guerra contra
el terror. La fe dogmática en la guerra se complementó con un persistente
intento de legitimar tal política a través de otro tipo de guerra basado en una
lucha pedagógica para crear sujetos, ciudadanos e instituciones que apoyen esas
políticas draconianas. La guerra dejó de ser el último recurso de un Estado para
defender su territorio y se convirtió en una nueva forma de pedagogía pública
âuna especie de maquinaria de guerra cultural- diseñada para conformar y dirigir
la sociedad. La guerra devino el fundamento de una política que utilizaba
lenguaje, conceptos militares y relaciones policiales para abordar los problemas
más allá de los terrenos familiares de la batalla. En algunos casos, los medios
dominantes se dedicaban a hermosear tanto la guerra que parecía que se trataba
del anuncio de una industria turística. El resultado de todo ello es que el
significado de la guerra se amplió retórica, visual y materialmente, para así
poder nombrar, legitimar y emprender batallas contra los problemas sociales que
implican las drogas, la pobreza y el recién descubierto enemigo de la nación, el
inmigrante mexicano.
Al normalizarse como función central del poder y la política, la guerra se
convirtió en un elemento regular y normativo de la sociedad estadounidense
legitimado por un Estado de excepción y emergencia que llegó a hacerse
permanente. Como la producción de violencia continuó más allá de las amenazas y
enemigos tradicionalmente definidos, el Estado puso ahora su mira en el
terrorismo, cambiando sus registros de poder al emprender la guerra a partir de
un concepto, ampliando sus persecuciones, tácticas y estrategias contra ningún
Estado, ejército, soldados o lugares específicos en concreto. El enemigo estaba
omnipresente, lo que lo hacía aún más difícil de erradicar y, por tanto, muy
útil para la expansión de las tácticas de vigilancia, la cultura del miedo y el
recurso a la violencia. La guerra se había convertido ya en un rasgo permanente
y común de la política interna y externa estadounidense, una batalla que no
tenía un final definitivo y que exigía un uso constante de la violencia. La
guerra devino en algo más que una estrategia militar: ahora era una pedagogía y
una forma de política cultural diseñada para legitimar ciertos modos de
gobierno, crear identidades de apoyo a los valores militaristas y proporcionar
la cultura formativa que apoyara la organización y producción de esa violencia
como rasgo central de la política interna y externa.
Es difícil imaginar cómo puede evitarse que una democracia se corrompa si la
guerra se convierte en el fundamento de la política, cuando no en la cultura
misma. Los principios organizadores de una sociedad no pueden sobrevivir mucho
tiempo, al menos en una entidad democrática, cuando continuamente se echa mano
de la guerra y de la violencia de Estado. Estados Unidos se ha hundido en un
período en el que la sociedad se ha ido organizando cada vez más mediante la
creación de violencia, tanto simbólica como material. En los medios de
comunicación, especialmente en el circuito de debates de la radio, surgió una
cultura de la crueldad imbuida de un sórdido nacionalismo combinado con un
hipermilitarismo y masculinidad que menospreciaba no sólo la razón sino también
a todos aquellos que encajaban en el estereotipo del otro, que parecía incluir a
todo aquel que no fuera blanco y cristiano. El diálogo, la razón y la reflexión
fueron desapareciendo lentamente de la esfera pública mientras cada encuentro se
enmarcaba dentro de círculos de seguridad y se ponía en escena como si de un
combate a muerte se tratara. A medida que el centro moral y cívico del país
desaparecía bajo el gobierno Bush, el lenguaje del mercado proporcionaba el
único referente para comprender las obligaciones de la ciudadanía y la
responsabilidad global, ignoradas por una maquinaria bélica cada vez mayor y una
cultura que producía empleos y mercancías y promovía la economía de guerra.
La guerra en el exterior entró en una nueva fase con la publicación de las fotos
de los detenidos que estaban siendo torturados en la prisión de Abu Ghraib. La
guerra, como violencia organizada, quedó así despojada de cualquier propósito
noble que pudiera tener y del ilusorio objetivo de promover la democracia,
revelando la violencia de Estado como su aspecto más degradante y
deshumanizador. El poder del Estado se había convertido en un instrumento de
tortura, desgarrando la carne de los seres humanos, violando a las mujeres y, lo
más abominable que cabe imaginar, torturando a los niños. La democracia se había
convertido en algo que defendía lo inimaginable e infligía las más horribles
mutilaciones tanto a los adultos como a los niños a los que consideraba enemigos
de la democracia. Pero las mutilaciones se infligían también contra el cuerpo
político; políticos como el Vicepresidente Cheney defendían la tortura mientras
los medios abordaban la cuestión de la tortura no como una violación de los
principios democráticos o de los derechos humanos sino como una estrategia que
podría o no producir determinada información. Los argumentos utilitarios
utilizados para defender la economía de mercado, que sólo tenían en cuenta los
análisis coste-beneficio y la prioridad de valores de cambio, ahora habían
alcanzado su punto lógico final, igual que se utilizaban parecidos argumentos
para defender la tortura, incluso aunque hubiera niños implicados. La pretensión
de democracia quedó aniquilada mientras una y otra vez se revelaba que Estados
Unidos se había convertido en un Estado-tortura, asemejándose a las más infames
dictaduras, como las de Argentina y Chile durante la década de los años setenta.
El gobierno estadounidense, bajo la administración Bush, finalmente había
arribado a un punto donde la metafísica de la guerra, la violencia organizada y
el terrorismo de Estado impedían a los dirigentes en Washington reconocer hasta
qué punto estaban emulando los propios actos de terrorismo contra los que
afirmaban estar luchando. El círculo se ha completado ya al transformarse el
Estado bélico en un Estado-tortura. Todo estaba permitido, tanto en casa como
fuera, mientras que el sistema jurídico, junto con el sistema de mercado,
legitimaban un modo punitivo y despiadado de darwinismo económico que
consideraba la moralidad, cuando no la misma democracia, como una debilidad a
despreciar o ignorar. Los mercados no sólo se apoderaron de la política, también
eliminaron las consideraciones éticas para cualquier comprensión de cómo
trabajaban los mercados o qué efectos producían en un orden social más amplio.
La autorregulación acabó con las consideraciones morales, convirtiéndose en la
fuerza fundamental para manejar el mercado, mientras intereses individuales
estrechamente definidos fijaban los parámetros de lo que era posible. Lo público
se derrumbó en lo privado, y la responsabilidad social se redujo a los mismos
deseos arbitrarios asociales y herméticos. No sorprende, por tanto, que lo
inhumano y degradante entrara en el discurso público y conformara el debate
sobre la guerra, la violencia de Estado y los abusos de los derechos humanos;
también sirvió para legitimar esas prácticas. Los Estados Unidos entraron
imperturbables en un vacío moral que posibilitó la justificación tanto de la
tortura como de la violencia de Estado, movilizando con éxito una cultura de la
guerra y una pedagogía pública de la cultura en sentido amplio que convenció,
como indicaba una encuesta del Pew Research Center, al 54% del pueblo
estadounidense de que âla tortura en ocasiones está justificada para obtener
información importante de terroristas sospechososâ (1). La mayoría del pueblo
estadounidense aceptó obedientemente la normalización de la tortura mientras las
aspiraciones y anhelos democráticos resultaban irreparablemente dañados.
âHearts of Darkness: Torturing Children in the War on Terrorâ examina cómo
Estados Unidos, bajo el gobierno Bush, se embarcó en una Guerra contra el Terror
que no sólo defendió la tortura como política oficial sino que también fomentó
las condiciones para la aparición de una cultura de la crueldad que alteró
profundamente el paisaje moral y político del país. Al considerarse la tortura
como algo normal bajo Bush, se corrompieron los ideales y la cultura política
estadounidenses y la administración se pasó al lado tenebroso al sancionar lo
más atroz e inimaginable: la tortura a los niños. Aunque la aparición del
Estado-tortura se ha visto sometida a intensas controversias, los intelectuales,
académicos, artistas, escritores, padres y políticos no han dicho apenas nada
sobre cómo la violencia de Estado bajo la administración Bush puso en marcha una
pedagogía pública y cultura política que legitimaba la tortura sistemática a los
niños y que lo hacía con la complicidad de los medios dominantes que, o bien
negaban tales prácticas, o sencillamente las ignoraban. Nos centramos
deliberadamente aquí en los niños porque los jóvenes proporcionan un poderoso
referente en cuanto a las consecuencias a largo plazo de las políticas sociales,
cuando no del mismo futuro, y también porque ofrecen un importante indicador
para medir los valores morales y democráticos de una nación. Los niños son los
latidos del corazón y la brújula moral de la política porque hablan de lo mejor
de sus posibilidades y promesas, y sin embargo, desde la década de 1980, se han
convertido en el punto de fuga del debate moral, considerados bien irrelevantes,
debido a su edad, o descartados, porque en gran medida se les contempla como una
especie de materia prima, o ignorados, porque se les considera una amenaza para
la sociedad adulta. En alguna parte he escrito que dependiendo de cómo una
sociedad eduque a sus hijos se conecta con el futuro colectivo que la gente
anhela. Actualmente, por la forma de educar a los jóvenes bajo la administración
Bush, éstos se han convertido en algo sin valor porque la juventud no sólo está
devaluada y considerada como no merecedora de una vida y futuro decentes (una
razón por la que se les niega una adecuada atención sanitaria), también se les
redujo al estatus de lo inhumano y depravado y se les sometió a actos crueles de
tortura en lugares que eran tan ilegales como bárbaros. En este caso, la
juventud se convirtió en la negación de la política y del mismo futuro.
Pero hay algo más en juego que la visibilidad de esos crímenes: hay también el
imperativo moral y político de plantear serias cuestiones sobre los desafíos que
la administración Obama debe abordar a la luz de este vergonzoso período de la
historia estadounidense, especialmente si quiere revertir esas políticas y
seguir proclamando su intención de restaurar cualquier vestigio de democracia
estadounidense. Desde luego, cuando un país legaliza la tortura y extiende los
mecanismos disciplinarios del dolor, la humillación y el sufrimiento a los
niños, sugiere que ha habido demasiadas personas mirando hacia otro lado
mientras todo eso sucedía y al hacerlo así permitieron que se dieran las
condiciones para que surgiera el incalificable acto de justificar la tortura a
los niños como una cuestión de política de Estado. Ya es hora de que los
estadounidenses se enfrenten a esos crímenes y se comprometan en un diálogo
nacional sobre las condiciones políticas, económicas, educativas y sociales que
permitieron que emergiera en la historia de EEUU un período tan tenebroso, a la
vez que exijan responsabilidades a los culpables de tales actos. La
Administración Obama está siendo duramente criticada por asumir muchas de las
políticas de Bush, pero lo que resulta más preocupante de todo es su disposición
a hacer de la guerra, el secretismo y la suspensión de las libertades civiles
fundamentales los rasgos centrales de sus propias políticas. Obama, en su deseo
de mirar hacia delante y adoptar una idea despolitizada y moralmente vacía de
política postpartidista, recicla una forma peligrosa de amnesia histórica y
social, mientras pasa por alto la patología cívica y política que heredó. Por
suerte, este libro nos recordará que, como mucho, la memoria es perturbadora y
algunas veces hasta peligrosa en su exigencia de que los individuos se
conviertan en testigos políticos y morales; que se arriesguen; y que asuman la
historia no como una mera crítica sino también como una advertencia sobre cuán
frágil es la democracia y lo que suele suceder cuando se permite que
desaparezcan los principios, ideales y elementos de la cultura que la sustentan,
superados por fuerzas que adoptan la muerte en lugar de la vida, el miedo en
lugar de la esperanza, el aislamiento en lugar de la solidaridad. Robert Hass,
el poeta estadounidense, ha sugerido que la tarea de la educación, su tarea
política, âes refrescar el pensamiento de que la idea de la justicia está todo
el tiempo extinguiéndose en nosotrosâ (2). La justicia está desapareciendo, una
vez más, bajo la administración Obama, pero no es sólo tarea del gobierno evitar
que âdesparezcaâ: es también la tarea de todos los estadounidenses âcomo padres,
ciudadanos, individuos y educadores- y no sólo como una cuestión de obligación
social o responsabilidad moral sino como un acto de política, de capacidad y de
posibilidad.
El libro está dividido en seis capítulos. El primer capítulo analiza la
aparición de una serie de condiciones económicas, sociales y políticas que se
intensificaron especialmente bajo la administración de George W. Bush,
conformando el escenario para la transformación del Estado del bienestar en un
Estado bélico y torturador. Cómo los valores democráticos se han ido
subordinando cada vez más a los valores del mercado, y cómo la cultura del miedo
ha sustituido a la cultura de la compasión, eliminándose las restricciones
anteriormente impuestas en el juego del mercado y las fuerzas financieras. Los
asuntos públicos se derrumbaron frente a los intereses privados, y la gente se
volvió más vulnerable ante esas fuerzas políticas y económicas que fomentaban la
incertidumbre, la inestabilidad y la inseguridad. A la vez que las instituciones
y el bien común pasaban a considerarse cada vez con mayor desdén, la cultura se
hizo más ensimismada, mezquina, competitiva y despiadada en su poca disposición
para mostrar compasión hacia el otro, especialmente hacia aquellos que eran más
vulnerables ante la incertidumbre de los tiempos, como son los jóvenes, los
ancianos, los inmigrantes, las minorías pobres y los musulmanes. A medida que la
cultura del miedo y la competitividad parecía escaparse de todo control, el
Estado punitivo sustituyó al Estado social y la política se redujo en gran
medida a proteger los beneficios de los ricos y ampliar los aparatos represivos
que se utilizaban para contener y castigar a los pobres. A medida que los
problemas sociales se criminalizaban cada vez más, el Estado punitivo devino en
la única fuerza de legitimación para un Estado debilitado por las fuerzas de una
globalización destructiva y las fuerzas de capital y finanzas de libre
flotación. A medida que las leyes del mercado, un excesivo individualismo y una
incontrolable noción de egoísmo se convertían en los principios más importantes
a la hora de moldear la sociedad, los valores, las identidades y las relaciones
se subordinaron a los intereses de una formación económica que había conseguido
liberarse de cualquier restricción. Las condiciones que ahora se desarrollaban
en los asuntos relativos a la justicia y los derechos humanos se sacrificaron
ante las fuerzas de la conveniencia política y económica.

El segundo capítulo del libro analiza cómo la tortura se convirtió en política
de Estado a través de una serie de âlegalidades ilegalesâ urdidas por diversos
miembros de la administración Bush, y cómo los medios, en colusión con el
gobierno, se negaron a reconocer que la tortura no era algo que apareció
sencillamente tras el 11-S, sino algo que el gobierno de EEUU lleva décadas
practicando.
En el tercer capítulo se analiza cómo el debate alrededor de la tortura parecía
haberse liberado a sí mismo de los abusos contra los derechos humanos
perpetrados históricamente por EEUU y también cómo la administración Bush
promovió activamente nuevas formas de tortura en violación de todos los tratados
internacionales importantes que consideran la tortura un acto ilegal y criminal.
El capítulo cuarto detalla la negativa del gobierno a reconocer estar
practicando la tortura legitimada por el Estado y los atroces actos de violencia
y malos tratos perpetrados contra numerosos detenidos en varios lugares y
prisiones bajo control estadounidense.
El capítulo quinto proporciona amplias pruebas de cómo todas esas condiciones,
junto con las numerosas violaciones de los derechos humanos, dieron lugar
finalmente a lo inconcebible: la tortura a los niños. Este capítulo es tan
detallado como impactante, invocando tanto los testimonios de terceras partes
como los testimonios de los niños que fueron torturados.

El capítulo final del libro plantea una serie de cuestiones sobre si Obama está
dispuesto a desafiar el horrible legado de la administración Bush, redefiniendo
la democracia estadounidense, o si acabará endosando la cultura de crueldad y
sufrimiento que es el legado de los años de Bush y Cheney.
Notas:
[1] Heather Maher: "Majority of Americans Think Torture Sometimes Justified",,
CommonDreams.org (4 diciembre 2009).
[2] Hass citado por Sarah Pollock: "Robert Hass" Mother Jones (Marzo-abrill
1992), pág. 22.

Henry A. Giroux ostenta en la actualidad la cátedra de la Red Global de TV en el
Departamento de Inglés y Estudios Culturales de la Universidad McMaster. Ha sido
profesor en la Universidad de Boston, en la Universidad Miami de Ohio y en la
Universidad Penn State. Entre sus libros más recientes figuran: Youth in a
Suspect Society (Palgrave, 2009); Politics After Hope: Obama and the Crisis of
Youth, Race, and Democracy (Paradigm, 2010); Hearts of Darkness: Torturing
Children in the War on Terror (Paradigm, 2010). Giroux es también miembro de la
junta de responsables de Truthout. Su pagina web es www.henryagiroux.com.
Fuente:http://www.truth-out.org/torturing-democracy67570
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publicado por ricardolplaul a las 16:13 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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